Mantengo que en
tiempos de populismo rampante es imprescindible precisar: ni todas las personas
que se dedican a la política, ni todas las directivas, ni todas Administraciones,
son iguales. Es cierto que nos es más fácil generalizar porque exige menor
esfuerzo y nos colocamos en ese espacio de absurdo y dramático consenso que, al
tiempo, nos lleva, suavemente, al precipicio.
Decía en la
anterior entrada que, en la legislatura de Illes Balears de 2007 a 2011,
se dieron una serie de circunstancias, de clima político y de liderazgo, que provocaron
un consenso en torno a la idea de cambio profundo en ambos terrenos, y
produjeron ese marco normativo ambicioso, con la Ley 4/2011 de 31 de marzo,
de Buena Administración y Buen Gobierno[1]
que celebra su décimo aniversario.
Por un lado, en
cuanto al clima político, se daba una época convulsa en el ámbito
insular balear, producida por una serie de hechos que llevaron a personas que
estuvieron en la presidencia de las principales instituciones a situaciones de
enjuiciamiento y, posteriormente, de perdida de la libertad. Se puede decir que
era general y compartida la idea de que algo había que hacer para modificar
las circunstancias que habían permitido llegar a aquel momento, desde un mal
liderazgo, desde la perspectiva de la integridad.
Por otro lado, en
cuanto al liderazgo en positivo, al frente de un gobierno multicolor, fruto de
ese pacto para el cambio, se colocó a Francesc Antich, una persona al
que muchos se referían como “un hombre corriente” – seguro que a él le gustaba
ese apelativo – que para muchos reunía las características que se esperan de un
alto responsable de un equipo de gobierno regional: con suficiente formación –
en este caso universitaria, en Derecho –, experiencia laboral – en este caso
funcionario del Ajuntament de Palma -, y una carrera de dirección de equipos de
gobierno forjada en lo local – alcalde su
pueblo, Algaida, Mallorca - , y en lo supramunicipal - conseller de Medi Ambient en el Consell
Insular de Mallorca -. Y fama de persona austera. Su olfato hizo que estuviera
a su lado, como conseller de Presidencia, otra persona singular, el menorquín Albert
Moragues, también experimentado en la dirección de equipos de gobierno,
como vicepresidente y presidente del Consell de Menorca, con gran capacidad de
relación con equipos de trabajo y liderazgo de proximidad, y con larga carrera
política de primera fila en el Congreso de los Diputados, en el que participó
muy activamente en las Comisiones de Asuntos Exteriores y de Defensa.
Ambos supieron
impulsar, desde el buen liderazgo político, en la Administración de la
Comunidad Autónoma, la generalización del uso de los clásicos instrumentos de
gestión – cartas de servicio, evaluación de organizaciones, simplificación
y rediseño, valoración de los servicios públicos, participación … - y el
ensayo, hacia la innovación, con otros no tan corrientes por estos lares,
como la evaluación de políticas públicas por la ciudadanía, la creación de una estructura
gerencial, la generación del conocimiento de gestión, … Y el compromiso de definir un nuevo campo de juego
que se plasmó en la Ley que hoy recordamos.
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