Seguramente ninguno de los
teóricos que acabaron de construir la idea de gobernanza, a mediados de
los 90, ni los expertos que la han ido utilizando hasta ahora, habrían pensado
en una mejor ocasión para su desarrollo que en el caso de una crisis de
alcance mundial, como la que ha generado la pandemia del covid-19. Nunca como hasta
ahora ha sido más relevante que “el ejercicio de autoridad política, económica
y administrativa para manejar los asuntos de la nación” se desenvuelva a
través de “un complejo de mecanismos, procesos, relaciones e instituciones por
medio de los cuales los ciudadanos y los grupos articulan sus intereses,
ejercen sus derechos y obligaciones y median sus diferencias”
como leemos en un texto del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, de
la ONU.
El impulso de la Unión Europea,
con el Libro Blanco sobre la gobernanza - Diario Oficial C 287 de
12.10.2001 – inspiró, en esa dirección, muchas iniciativas posteriores de los
países miembros, como al equipo que recibimos el encargo de elaborar el
borrador de lo que luego sería la Ley 4/2011 de la Buena Administración y Buen
Gobierno de Illes Balears. Los redactores de la propuesta del gobierno, a
finales de la primera década de los dos mil, propusimos incluir, en el título segundo
sobre el Buen gobierno, en el capítulo sobre “liderazgo ético e
integrador”, que la orientación de
la política del Govern de Illes Balears se basara en estrategias y acciones que
impulsasen “la idea de gobierno relacional, tanto de interacción
multinivel en la propia administración autonómica, como de interacción con
otras administraciones públicas y con la sociedad civil (…) para garantizar la
integración en red de los ejes público-privado-civil y local-global”, según
recogió finalmente, tras su paso por el Parlament, el artículo 33.
Desde luego que, con nuestra
iniciativa, no fuimos muy visionarios, nunca pensamos en un reto global, ya
que, principalmente nos guiaba aportar un enfoque novedoso a lo que el día a
día nos venía demostrando: la actuación unilateral de muchos de los actores de las distintas políticas
públicas era muy insuficiente – y a veces contraproducente - para dar una
adecuada respuesta a los cada vez más acuciantes problemas cercanos y corrientes
y que, sólo articulando las energías y expectativas varias que concurrían en
cada ocasión, podíamos pensar en mejorar, de un modo relevante, los resultados
y efectos de las políticas.
Pero hay que decir que, salvo para
quienes estamos involucrados en algunos de los otros dos espacios vecinos de la
gobernanza, como son la gobernabilidad y la nueva gestión pública, o en otros
muy específicos, como en la formación innovadora de gestores públicos, el
desarrollo de la estrategia de la gobernanza no ha tenido el recorrido que se
esperaba. Ha servido, sí, cuando se ha adornado el nombre de alguna unidad
administrativa e incluso de alguna estructura política que, impasibles, tras el
lavado de cara conceptual, han seguido haciendo lo mismo – o incluso menos - que
antes. Y ello porque, en nuestra recia cultura, las competencias son para
reclamarlas y conquistarlas y, una vez conseguidas, ejercerlas o, al menos, que
no las ejerzan otros. Compartir es, en esa cultural vertical, un verbo
que se usa poco. Escuchar, a otros, y más si el otro es alguien de la sociedad
civil, se declina sólo en pretérito pluscuamperfecto, y se convierte en un
encomiable e inusual ejercicio.
Sólo cuando nos dimos cuenta de
que la naturaleza integrada y las interconexiones de los Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS) eran vitales para conseguir los propósitos de la
Agenda 2030 y la transición ecológica, comenzaron a variar las posiciones de
quienes se sentían cómodos con la reivindicación o la reclamación a secas – de
abajo hacia arriba o lateralmente - o con la sola exigencia – de arriba hacia
abajo - y se empezó a transitar por el camino de la corresponsabilidad.
Hace unas pocas semanas, como
sabemos, por la presencia del concepto de cogobernanza en los discursos
políticos, se ha instalado el término repentinamente en los telediarios gracias
a su uso frecuente por los miembros del Gobierno de España.
Se ha señalado en ocasiones que,
el término que se utiliza desde Moncloa, no es propiamente el mismo que da título
a estas líneas, ya que se le ha incluido la partícula, “co”, que adjetiva o
redunda. Y es que la palabra gobernanza se ha ido matizando, reduciendo o
ampliando en estos últimos años, pero generalmente sin perder su esencia o al
menos su intención. Se ha hablado de gobernanza europea, de metagobernanza –
gracias al profesor Carles Ramió -, de buena gobernanza… es decir, desde variadas
perspectivas. Han escrito sobre y con ella maestros como Francisco Longo, Miguel
Salvador y Rafael Jiménez Asensio, enseñándonos un paso distinto hacia un destino
diferente. Y ahora, en todas las tertulias, se habla de gobernanza conjunta
o cogobernanza, ya de un modo formal, incorporado el término al elenco
normativo tras la Orden SND 387/2020 de 3 de mayo, que lo incluye en su enunciado.
No cabe duda de que esta era una
excelente ocasión para el uso de la idea de gobernanza conjunta. El no
haberlo utilizado y empleado hubiera supuesto un gravísimo error en el contexto
de una declaración de Estado de Alarma con una drástica e inédita limitación de
derechos de movilidad para poder contener los efectos brutales de la enfermedad
que ha supuesto cerca de 30.000 muertos en dos meses en España y centenares de
miles en el mundo. La propuesta de gestión lo más conjunta posible
era un recurso inteligente e inevitable. Asi, la transición hacia la nueva normalidad
se basa en un plan, aprobado el 28 de abril de 2020, en el que se actúa “en
permanente diálogo bajo los principios de cooperación y colaboración”, con
decisiones finales tomadas “a partir de la evaluación conjunta del panel
de indicadores previsto en el Plan y considerando todos los factores que pueden
influir sobre la evolución de la epidemia”.
Pero si nunca tuvimos mejor
ocasión para lanzar esa muy nueva estrategia, tampoco nunca habríamos
encontrado un escenario tan poco propicio para su estreno.
Por un lado, porque, por lo
reducido de su ejercicio anterior, se nos ofrecen importantes incógnitas sobre
su aceptación cultural por parte de todos los actores del ámbito de los
gobiernos, que caminan por un estrecho y limitado sendero, flanqueados por los profundos
barrancos de las muertes masivas, a un lado, y la quiebra económica y un paro
inimaginable hace solo unas semanas, al otro.
La sutileza que de los liderazgos
exige esa nueva forma de hacer política choca, por otra parte, con el muy
bronco tono partidario que se registra en las intervenciones
parlamentarias de algunos. Y en un clima de confrontación total y de
insulto generoso y fácil, es muy complicado generar gobernanza.
Uno de los ingredientes básicos
de la gobernanza, la confianza entre las partes, hemos visto que se
vende muy cara. La lista de personas con importante papel en ese esquema, que
han dejado de tener confianza en otras, va siendo ya notable, por déficits tanto
hacia arriba como hacia abajo: la de una directora general de salud pública,
hacia su presidenta; la de una consejera, hacia sus empleados públicos; la de
un consejero, hacia un gerente de hospital; la de president@s hacia sus
consejer@s de Sanidad…; y de manea lateral: la de los y las sanitarias
que están en primera línea, hacia quienes gestionan; la de los y las técnicas
que cumplimentan datos, hacia quienes evalúan…
Además, la determinación y el
intercambio de posiciones y de estrategias, está sujeto a un calendario
infernal que marca un virus devastador y que determina un sistema de toma
de decisiones de enorme calado y trascendencia, en plazos cortísimos.
Por ejemplo, nunca se habían producido tantas reuniones – ahora virtuales – para
tomar decisiones, en un tan corto espacio de tiempo entre el presidente del
gobierno de España y las presidentas y presidentes de los gobiernos de las
Comunidades y Ciudades Autónomas. Y nunca la actividad económica y la agenda de
la ciudanía, pero, sobre todo, la salud de tod@s era algo medido con
tanto detalle, evaluado, debatido, hecho público y modificado su alcance
y su contexto, en ciclos semanales.
Pero, sobre todo, este es un
proceso en el que hay que tener muy presente que algunos gobiernos están
pensando más en sus oposiciones partidarias internas – si el equipo de
valoración no “otorga”, en el sistema de fases, el visto bueno a un informe de
un territorio, puede que alguien interprete que es porque algo no se está
haciendo o no está saliendo bien -, o en su competencia comercial –
especialmente en términos turísticos y de reputación, como se ha explicitado –
con otros territorios que pugnan por aparecer, con fechas ciertas, y cuanto
antes, entre los destinos disponibles para los tour operadores. La diferente
concepción de lo que supone avanzar – más allá de su acepción actual
más común, el que desescala antes – provoca también cierta tensión entre
quienes están más pendientes de lo que piden algunos sectores económicos – y a lo
que aspiran realmente es a rapelar, casi sin cuerda y mosquetones, y llegar en
un pis pas abajo - y quienes están más atentos a los organismos internacionales
y/o los expertos en virología, polos que tienden a contraponerse.
Si el gran objetivo de unos
actores es aumentar la movilidad y la actividad económica y la de otros
garantizar la salud de la ciudadanía, en dimensiones incompatibles, la
gobernanza se convierte en un ejercicio difícil, reservado en exclusiva a
gobiernos de una extraordinaria madurez.
Entre la bruma del momento
aparece, de vez en cuando un sol resplandeciente, como el magnífico
ejemplo que ha significado el acuerdo de empresas, sindicatos y gobierno
de España, sobre los ERTES, en el que, como subrayaba la ministra del ramo, todos
han sabido dejar aparte sus legítimas diferencias para encontrar soluciones buenas
para el país.
Estamos todavía en medio del
camino. Yo echo en falta más protagonismo de los gobiernos locales – sobre todo
de las grandes ciudades y de algunos entes supramunicipales - y de la sociedad
civil. El trabajo hecho por el equipo del dr. Gadsden con la ISO 18091 es algo
a tener en cuenta, en esa dirección.
Si usáramos un símil musical podríamos
decir que, a un piano acostumbrado a dos manos – de un solo intérprete - se han
sumado otras 38 – de 17+2 intérpretes – algunos de las cuales son, a rabiar, de
las teclas negras y otros de las blancas, ponga lo que ponga la partitura.
Y otros han decidido que, a las corcheas, ni agua. Y el control de los pedales,
por exigencias del guion, queda en manos – en pies, para ser más preciso – de
uno sólo de los intérpretes, al que todos los demás miran de reojo…
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