Ayer noche, viendo informativos y entrevistas electorales de los comicios del 4M de Madrid, me preguntaba cómo era posible que algunos periodistas y políticos fuesen capaces de manejarse con tanto tino en la banalidad, centrados unos sobre todo en proponer cuestiones de alianzas post electorales, carne de titular, otros en arrojar la vacunación a la cabeza en frases que incluían desinformación y los más burdos y chabacanos insultos al contrario, y otros, más preocupados en trasmitir y explicar lo que no harán y no tanto lo que llevan en sus programas para hacer frente a la tremenda situación sanitaria, económica y social a la que nos ha llevado la pandemia.
Esta mañana, estaba
dando vueltas a cómo se podría calificar un discurso de una persona empeñada en
hablar más alto que el entrevistador y todo el rato, sin descanso, para
evitar otra pregunta incómoda más, con frases encadenadas unas a otras sin
sentido, tiempos verbales insólitos, con una energía sin límite para confrontar
y polarizar, repartiendo populismo y aspavientos a altas horas de la jornada… Y
se me ocurrió que con un comportamiento así su discurso podía percibirse como espídico
(sobre todo por lo de agitado o nervioso).
También me planteaba
cómo adjetivar una intervención, otra, a la defensiva en extremo, como temerosa
y reservada, desprovista del vigor que se le supone a un aspirante a transformar
la sociedad hacia otra más justa y mejor, y de la parte pedagógica que una
sociedad como la nuestra necesita como “mano de santo” para salir de la intoxicación
galopante a la que nos someten día a día los seguidores trumpistas. Y se me
ocurría que esa, bienintencionada, eso sí, podría calificarse como balbuceante (en
el sentido de inicial, entrecortada, discontinua, insegura…).
¿Cómo es posible tanto error colectivo, me preguntaba?
Esta mañana leo a
Daniel Innerarity en El País, “Grandes datos, pequeña política”, defendiendo que los entusiastas del ‘dataísmo’ y de la
exactitud creen que caminamos hacia una ideología más allá de cualquier
ideología. “Gobernar – afirma - ha sido siempre una tarea necesitada de datos.
Crisis y pandemias vuelven a recordarnos lo importante que son los datos
para adoptar las decisiones adecuadas y poder hacer las mejores
previsiones. El big data es una tecnología que no solo va a modificar
la eficiencia en la provisión de servicios públicos o en la precisión de la
planificación estratégica, sino también las relaciones entre la ciudadanía y
el poder público, así como entre los políticos y el sistema administrativo.
Naciones Unidas ha hablado de una “revolución de los datos”, gracias a la cual
se generaría un conocimiento objetivo, neutral e irrefutable, del que
resultaría una acción de gobierno más racional y apolítica, un servicio
público que no especule con meras hipótesis ni sea esclavo de la ideología.
Pasaríamos de una evidencia definida por la política a una política basada
en la evidencia.”
Pero ¿dónde están
los dataístas?
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